Tolkien historia mitología el señor de los anillos

El Anillo Único sobre una de las páginas de la obra más célebre de J. R. R. Tolkien, El señor de los anillos. Concretamente, sobre la canción élfica «Namárië» o «El lamento de Galadriel». Fuente: Wikimedia Commons/Zanastardust

Durante la mayor parte de su vida, J. R. R. Tolkien fue conocido como un filólogo y profesor de Oxford especializado en antiguo anglosajón. El renombre literario le llegó a una edad avanzada: Su trilogía, El señor de los anillos, se publicó entre 1954 y 1955, cuando se acercaba a la jubilación, tras una trayectoria profesional jalonada por artículos en prestigiosas revistas académicas como Medium Aevum o Review of English Studies, además de ensayos como Beowulf: The Monsters and the Critics, considerado un hito en los estudios sobre este poema épico, o el menos conocido On Fairy-stories. Incluso la obra que le catapultó a la fama, El señor de los anillos, tuvo una acogida inicial bastante tibia: «Esta no será una obra que muchos adultos lean completa más de una vez», afirmaba en 1956 un crítico del Times Literary Supplement, cinco años antes de que la edición de bolsillo superase el primer millón de ejemplares vendidos en los Estados Unidos. Desde entonces, los analistas culturales han presenciado atónitos cómo, en cinco décadas, esta trilogía se convertía en una de las obras literarias más populares en todo el mundo; sentaba las bases de la literatura fantástica contemporánea y su adaptación cinematográfica batía récords en taquilla. Hace apenas un mes, un periodista español definía a El Silmarillion como «un mamotreto póstumo de resonancias bíblicas y miltonianas bastante ilegible»[1]. Lo cual evidencia que los referentes históricos y mitológicos en los que se sustenta uno de los hitos de la cultura popular contemporánea aún siguen siendo un misterio.

En el principio era el verbo

Como la mayoría de los intereses de Tolkien, su pasión por la mitología nórdica y anglosajona, tan ligadas a la historia de su país natal, comenzó a fraguarse muy temprano. El 17 de febrero de 1911 leyó un artículo ante la Sociedad Literaria del King Edward’s School, centrado en las sagas nórdicas, y publicado en marzo de ese mismo año: «Una de las mejores es la Völsunga Saga, un cuento extraño y glorioso –aseguraba–. Relata la más antigua gesta en pos de un tesoro: la búsqueda del oro rojo de Andvari, el enano». Para Tolkien otro gran referente fue Beowulf, un poema épico que tradujo del antiguo anglosajón, aunque el modo en que inspiraron sus relatos resultó peculiar.

El proceso de escritura de una novela suele iniciarse con la definición de los temas que abordará y el diseño de una estructura narrativa acorde; o bien partir de una premisa argumental, o alguna escena evocadora, desde la cual los personajes cobrarán vida propia. La condición de filólogo de Tolkien le llevó a una insólita variación de este último recurso: primero inventó varios idiomas y alfabetos (quenya, sindarin, khuzdul, lengua negra…) y de ahí surgieron los relatos. «Las historias más bien se construyeron para proporcionar un mundo a las lenguas, antes que a la inversa», escribió en una de sus cartas (Letters, p. 219). Una vez hecho esto, como señala en el prefacio de la segunda edición de El señor de los anillos, «la narración nació mientras se narraba». En los primeros borradores de la trilogía, «Aragorn» era un hobbit que se reunía con Frodo y sus amigos en Bree. Un elemento tomado de la Völsunga Saga –la espada rota que Sigmund entrega, moribundo, a su esposa y será reforjada por el enano Regin para Sigurd– sirvió de base para convertir al guía de Bree en el heredero de Isildur y el portador de Narsil/Andúril.

Beowulf Tolkien

«eotenas ylfe orcneas»: línea 112 del poema Beowulf en el que menciona ogros, elfos y orcos («cadáveres de demonios»), además de «ettens» y «ents», que inspiraron a Tolkien para la creación de varias de las razas de la Tierra Media. Fuente: British Library.

Dentro de este peculiar proceso creativo, resultaba frecuente que un personaje, un relato o un lugar surgiera a partir de un nombre extraído de algún texto mitológico, o fuera creado mediante una etimología inversa. Tolkien inventó la palabra «hobbit» a partir del inglés antiguo *hol-bytla, «morador de agujeros» o «constructor de agujeros». Tras lo cual escribió «En un agujero en el suelo vivía un hobbit», la primera frase de su opera prima, que marcó el inicio de la saga fantástica más popular de todos los tiempos. Otros términos, si bien se documentan en las fuentes nórdicas o anglosajonas, no poseen el mismo significado. Los orcos proceden de orcnéas, los «cadáveres de demonios» mencionados en el poema Beowulf, además del antiguo anglosajón orcþyrs, «orco-gigante». Las Montañas Nubladas nacieron a partir del poema Skirnismál (El viaje de Skirnir) del Elder Edda que describe al dios Frey enviando a uno de sus siervos para capturar a la hija de un gigante: «Está oscuro fuera, / es hora ya de marchar / más allá de las montañas nubladas / allende las tribus de gigantes (þyrs)».

La intertextualidad también está presente en los diálogos. «Sabios pero ignorantes, aunque no escriben libros cantan muchas canciones, a la manera de los hijos de los hombres antes de los Años Oscuros». Estas palabras, empleadas por Aragorn para describir a los rohirrim, están tomadas de un conocido pasaje de la Germania (II.3) de Tácito. Para el Cantar de Rohan, Tolkien adaptó el pasaje Ubi sunt del poema anglosajón The Wanderer, recogido en el Libro de Exeter: «¿Dónde está el caballo? ¿Dónde está el jinete? ¿Dónde está el dador del tesoro?» También empleó algunos recursos literarios de la antigua literatura anglosajona y nórdica, como el intercambio de proverbios durante una confrontación dialéctica, empleado por Elrond y Gimli cuando la Comunidad del Anillo abandona Rivendel, pero también en un diálogo entre Sigurd y Regin de la Völsunga Saga, en el que ambos discuten si es la espada Gram o la valentía de Sigurd quien merece la recompensa por haber matado al dragón Fáfnir.

En ocasiones, los préstamos consisten en «modificar» a conocidos personajes. Smaug de El Hobbit rememora al monstruo de Beowulf, al igual que el dragón Fáfnir de la Völsunga Saga; un ser mítico al que Tolkien consideraba la personificación de la avaricia, algo que denominó draconitas. Para Éowyn, es probable que se inspirase en la Saga de Hervör y Heidrek, traducida al inglés por su hijo Christopher. Este relato nórdico describe el modo en que la joven Hervör decide abandonar el hogar paterno y «toma indumentaria de hombre y armas» bajo el nombre masculino de Hjörvard. En una isla hechizada, accede a uno de los túmulos para reclamar al espectro de su padre la espada maldita Tyrfing, de un modo similar al de Frodo en Las quebradas de los túmulos. Hervör encarna la figura de la skjaldmö, la «doncella escudera» de la mitología nórdica; otra famosa guerrera es Brynhildr, la amante de Sigurd en la Völsunga Saga. El propio Tolkien reconoció que Gandalf está basado en el dios Odín encarnado como «El Caminante», un misterioso anciano de barba blanca, con un sombrero de ala ancha y un gran cayado, que aparece, de forma ocasional, en el relato de los Volsungos para marcar el destino de los protagonistas. La creación de este icónico personaje tampoco es ajena a los pasatiempos filológicos del autor, ya que, en islandés antiguo, gandálfr significa «mago» o «demonio embrujado».

Valkiria eowyn Tolkien

Izquierda: figurilla de plata conocida como la Valquiria de Hårby. (ca. 800). Derecha, Placa decorativa de plata perteneciente a una fíbula, con representación de una figura de mujer armada con escudo y espada. Las valquirias, «doncellas escuderas», mujeres guerreras… de las sagas nórdicas aportaron a Tolkien la inspiración para la Éowyn de El señor de los anillos.

Otro referente para Gandalf es Merlín de la mitología celta britana, ya que los intereses de Tolkien abarcaron otros legendarios precristianos. La historia de Beren y Lúthien, desarrollada en la Primera Edad, parece inspirarse en el poema galés Culhwch y Olwen del Mabinogion, al igual que en el mito griego de Orfeo y Eurídice, aunque con los roles invertidos, de modo que es el personaje femenino quien salva al hombre. La caída de Gondolin, incluida en Cuentos perdidos, presenta algunas similitudes con el poema galés Y Gododdin, un conjunto de elegías dedicadas a los guerreros de este reino britano que murieron luchando frente a los anglos de Deira y Bernicia. Tolkien también admitió su fascinación por el Kalevala finlandés, de modo que la historia de Kullervo le sirvió para crear a Túrin Turambar; dos héroes trágicos que, al igual que el Edipo de Sófocles, se suicidan tras descubrir que, sin saberlo, han cometido incesto.

Middangeard, Middle-Earth, Tierra Media

Nuestro autor construyó un fascinante universo para dar cobijo a estos relatos, a partir de una cosmología germánica que presenta a los seres humanos habitando una «tierra media» –Midgard (Miðgarðr) en antiguo nórdico y Middangeard en antiguo anglosajón– situada en un plano intermedio entre Niflheim, la región del hielo, y Muspelheim, la región del fuego, y está unida a Asgard –la morada de los ases y los vanes– por Bifrost, un puente con la forma del arco iris. Soslayando aquellos seres que podríamos considerar deidades (aesir, vanir y gigantes o jötnar), los mitos germánicos también aportaron a Tolkien las principales razas con las que poblar su Tierra Media.

En antiguo nórdico, los elfos son conocidos como álfar, de la raíz indoeuropea *albh, «blanco», de la que deriva el latino albus. Unos seres luminosos y puros, de aspecto agraciado, gran sabiduría, maestros en las runas y la magia. Ælfscýne es un adjetivo anglosajón para describir a una mujer de «belleza élfica», al igual que los islandeses utilizaban la expresión Fríð sem álfkona, o «hermosa como una elfa». Un oscuro pasaje del Edda menor distingue entre los ljósálfar, los elfos luminosos que residen en Álfheim y los svartálfar, o elfos oscuros, «más negros que la pez», que habitan en el interior de las montañas del mundo humano y cuya conducta resulta maliciosa. Aunque los mitólogos creen que se refiere a los enanos, esta distinción inspiró a Tolkien para imaginar a los Calaquendi, los elfos que contemplaron la luz de Valinor, y los Moriquendi o elfos de la oscuridad.

elfos

Los elfos de la pradera (1850), óleo sobre lienzo de Nils Blommér (1816-1853), Nationalmuseum, Estocolmo. El Romanticismo trajo consigo un poderoso interés de los artistas por los temas relacionados con la historia, la mitología y el folkrore, especialmente en la Europa central y del norte. Fuente: Wikimedia Commons.

A diferencia del legendario tolkiniano, en la mitología nórdica los álfar habitan Álfheim, un mundo luminoso que se halla por encima de Midgard, puesto que, según esta cosmología, las distintas razas residen en nueve mundos superpuestos y unidos por el fresno Yggdrasil. Para concebir a Valinor, «la Tierra de los Valar», situada al oeste de la Tierra Media, a donde viajan los elfos desde los Puertos Grises (Mithlond), Tolkien pudo recurrir a la mitología celta. Los gaélicos creían en un Más Allá llamado Tir na nÓg, «la tierra de los jóvenes», o Mag Meld, «la llanura de los placeres», situado a occidente, más allá del océano. Un lugar donde se habrían refugiado los Tuatha dé Danann, las deidades de la Madre Tierra, tras ser expulsados de Irlanda. Por su parte, los galeses identificaban este país del crepúsculo con Ynys Afallach, la isla de Ávalon, a donde marchó el rey Arturo. En época cristiana, los Tuatha dé Danann se transformaron en criaturas feéricas y las leyendas los presentan residiendo en palacios subterráneos bajo las colinas, o en lo más profundo de los bosques, en unos lugares denominados Sidhe. De este modo, las banshees –las hadas del folklore irlandés– son las bánshíde, o «mujeres del Sidhe» en gaélico. Estas creencias resultan similares a las escandinavas tardías: la balada danesa Elverhøj («Colina élfica») describe a estas moradas subterráneas de ensueño, donde el tiempo parece detenerse, como en los señoríos de Rivendel y Lothlórien, últimos reductos élficos de la Tierra Media.

Los enanos, conocidos como dvergar en antiguo nórdico, son seres ctónicos vinculados a las montañas y las profundidades de la tierra. El Völuspá (La Profecía de la Vidente), el poema éddico que describe el fin del mundo, relaciona a los dvergar con las rocas: «los enanos gimen ante sus puertas de piedra». Y de ellos Snorri Sturluson afirma que «se movían dentro de la tierra […] como gusanos». Grandes herreros y orfebres, son conocedores de secretos arcanos. A pesar de que dvergr (similar al inglés moderno dwarf, del antiguo anglosajón dweorh) suele traducirse como «enano», derivado del latín nanus, en los relatos escandinavos no existen menciones explícitas a una talla reducida. Los álfar y los dvergar resultan en cierto modo antitéticos: los primeros, bondadosos, están vinculados al agua y el sol; los segundos, taimados y codiciosos, parecen asociados a la tierra y la noche.

En la mitología nórdica, la forja de las grandes armas y objetos mágicos suele recaer sobre los dvergar, hacedores de la lanza de Odín, el martillo de Thor o el jabalí de Frey. Por tanto, desempeñan una función similar a la de Hefesto en la mitología griega. En el mundo pagano la figura del herrero aparece revestida de magia y misterio, al ser capaz de transformar, mediante la acción del fuego, los frutos de la tierra en sofisticados útiles y poderosas armas. Las joyas anulares –brazaletes, anillos, torques– poseían un enorme valor simbólico en el mundo celta y germánico, ya que suponían un obsequio habitual que simbolizaba los vínculos de clientela entre un guerrero y su príncipe: un kenning nórdico define a un señor de la guerra como «dador de anillos». En ocasiones, estos objetos podían estar malditos. El relato Hjaðningavíg (la batalla de los Heodeningos) menciona la espada Dáinsleif, la «reliquia de Dáin», forjada por los dvergar y que no conoce la piedad. La espada Tyrfing (segadora, asesina) de La Saga de Hervör y Heidrek resulta casi idéntica: fabricada por los enanos Dvalinn y Durin según las indicaciones de Svafrlami, un nieto de Odín, le añaden en venganza una maldición que hace que sus sucesivos dueños perezcan de forma trágica.

Cambiaformas Berserker Berserkir Odin beorn

Grabado a partir de una de las placas del casco de Torslunda, Suecia, siglos VI-VII. Esta escena se ha interpretado como una representación de Odín (a la izquierda) induciendo el frenesí de batalla al berserker que, con cabeza de oso o lobo (derecha), le sigue en una danza ritual.

Una raza menor del universo tolkiniano son los «cambiaformas» como Beorn. Su origen se encuentra en los berserkers o ulfhednar, unos guerreros germanos que combatían cubiertos de pieles y entraban en combate bajo un trance místico que les otorgaba una enorme fortaleza y les hacía casi insensibles al dolor. «Beorn» es una voz tomada del inglés antiguo; un apelativo para «hombre» que originalmente significaba «oso», por lo que el personaje tolkiniano sería, en efecto, un hombre-oso que por las noches cambia de forma… O de piel, como asegura Gandalf, de un modo similar a Sigmundr y Sinfjötli en la Saga Völsunga, quienes, tras vestirse con unas pieles de lobo, se transforman en licántropos y asesinan a varias personas. Otros afamados licántropos son Kveld Ulf («Lobo oscuro»), el abuelo de Egil Skallagrímson, según se describe en la saga homónima, y Bothvarr Bjarki («Pequeño oso»), un héroe de la saga de Hrólfr Kraki.

El resto de las razas que habitan en la Tierra Media resultan, en mayor o menor medida, creaciones de Tolkien a partir de artificios filológicos: los orcos tienen su origen en los orcnéas del poema Beowulf, mientras que los «huargos» (wargs) constituyen un cruce lingüístico entre el antiguo nórdico vargr y el anglosajón wearh; palabras que reflejan un cambio semántico de «lobo» a «forajido».

El modo en que Tolkien estructuró cronológicamente todos los elementos refleja una concepción del devenir histórico condicionada por la tradición oral. A medida que los relatos sobre los grandes héroes pasaban de boca en boca, sus gestas se magnificaron y se le añadieron elementos fantásticos, de modo que los personajes más antiguos adquirieron atributos sobrenaturales. Dentro de la literatura nórdica, que comienza a plasmarse por escrito en los siglos XII y XIII, los Eddas describen los orígenes de una cosmología donde los primeros hombres coexisten con las deidades y se antojan semidioses. En las «Sagas de los tiempos antiguos» (fornaldarsögur), que narran sucesos de los siglos V y VI, los personajes históricos reales, como Atila o Teodorico, se muestran distorsionados o idealizados y coexisten con la magia y las criaturas fantásticas. En las «Sagas de los islandeses» (íslendingasögur), basadas en hechos casi coetáneos al momento de su redacción, los avatares de los protagonistas resultan, por el contrario, mucho más mundanos.

Gylfi

Imagen del Gylfaginning en un manuscrito islandés del siglo XVIII, Instituto Árni Magnússon de Estudios Islandeses, Reykjavík. En La visión de Gylfi, primera sección del Edda menor, el rey sueco Gylfi interactúa con los dioses, tal como harán los personajes de la Primera Edad en El Silmarillion de Tolkien.Fuente: Wikimedia Commons.

Cuanto más remotos son los personajes y los hechos, tanto más fantásticos resultan. Un fenómeno alimentado por la recurrente figura del «héroe civilizador», un personaje ligado a los mitos fundacionales de cada pueblo, al que se atribuye haberle otorgado su orden establecido. En la mitología griega, el titán Prometeo roba el fuego a los dioses para entregárselo a los mortales y, gracias a ello, alcanzan la civilización. Cécrope, el primer rey de Atenas, muestra a los suyos cómo construir cabañas, cultivar las viñas y dar sepultura a los muertos; prohíbe los sacrificios humanos e instaura el matrimonio. Al contrario que nuestra mentalidad moderna, que vincula el devenir histórico con la idea de progreso, el pensamiento mítico establece una realidad conformada in illo témpore; algunos pueblos indígenas de Norteamérica atribuían la domesticación del caballo a un remoto héroe civilizador, a pesar de que este animal había llegado al continente de la mano de los españoles pocos siglos antes de que se registraran los relatos. En el legendario tolkiniano, personajes como Isildur y Anárion, fundadores de los reinos de Arnor y Gondor, desempeñan la función de héroe civilizador. Todo ello genera una imagen nostálgica sobre un pasado maravilloso y la progresiva degradación desde esta primigenia «Edad de oro» –como la denominó el poeta griego Hesíodo– hasta el presente. El Silmarillion desempeña, dentro del legendario tolkiniano, una función similar a los Eddas en la mitología nórdica, al Lebor Gabála Érenn en la celta gaélica, o a La teogonía en la griega, puesto que describe el origen del cosmos y de los linajes de los dioses y de los hombres.

Historia, magistra vitae

El marco histórico en el que Tolkien integró estos mitos evoca vagamente a la historia europea. La isla de Númenor recuerda a la floreciente civilización de Atlantis descrita por Platón en sus diálogos, situada en una isla más allá de las columnas de Hércules. Los reinos surgidos de su destrucción –Arnor y Gondor–, tras la huida de Elendil y sus hijos Isildur y Anárion, se asemejan a los imperios romanos de occidente y oriente. Esto de algún modo evoca el mito fundacional romano, expuesto en la Eneida de Virgilio, según el cual los «héroes civilizadores» de la Ciudad Eterna –Eneas, su padre Anquises y su hijo Ascanio– habrían escapado de la caída de Troya. Tras la desaparición de Arnor, de un modo similar al Imperio romano de occidente, diversos pueblos del este amenazan Gondor. La ofensiva de Sauron contra Minas Tirith en la Tercera Edad evoca los grandes asedios a los que se vio sometida Constantinopla (674, 717, 1453), y la batalla de los campos de Pelennor, a los Campos Cataláunicos, donde el general romano Aecio derrotó a las hordas de Atila. Al igual que Théoden de Rohan, en este enfrentamiento, el rey visigodo Teodorico cayó muerto y, tras ser coronado en el fragor del combate, su hijo Turismundo logró cambiar su transcurso de un modo similar a Éomer. Por su parte, Aragorn se antoja un nuevo Carlomagno; una figura de gran trascendencia histórica que «reconstruyó» el Imperio romano de occidente.

La triple muralla de Constantinopla Minas Tirith

La triple muralla de Constantinopla (1836), litografía de Robert Walsh y Thomas Allom. Fuente: Wikimedia Commons.

Infinidad de detalles enfatizan tales semejanzas. Las almenaras de Minas Tirith, una línea de señales lumínicas sobre las cumbres de las Montañas Blancas, a través de las que se envía una llamada de auxilio a Rohan y al sur de Gondor, recuerdan al sistema bizantino que comunicaba Constantinopla con las Puertas Cilicias, los pasos en los Montes Tauro que servían de frontera entre la Romania y el Califato abasí. Este complejo sistema de señales, diseñado por León el Matemático durante el reinado del emperador Teófilo (reg. 829-842), se extendía a lo largo de unos 720 kilómetros y se estima que un mensaje podría transmitirse, de un extremo a otro, en tan solo una hora.

La minuciosidad con la que Tolkien entrelaza diversos elementos históricos resulta reseñable en las dos sociedades de la Tierra Media inspiradas en su país natal. Mientras que la Comarca supone una visión bucólica de la campiña inglesa, Rohan encarna la Inglaterra de época heroica. Tanto hobbits como ingleses arribaron a su tierra desde otra lejana en tres grandes grupos: anglos, sajones y jutos en un caso; y albos, pelosos y fuertes en el otro. Inglaterra tiene como héroes fundadores a una pareja de hermanos, Hengist y Horsa («semental» y «caballo», inmortalizados en el poema Hengist quiere hombres de Jorge Luis Borges), y los hobbits cuentan con otros dos: Marcho y Blanco, nombres creados a partir del inglés antiguo *marh, «caballo», y blanca o «caballo blanco», registrado en Beowulf.

A veces los rohirrim han sido descritos como «anglosajones a caballo». Representan una sociedad guerrera, basada en las formas germánicas de organización social, que vive de la agricultura y la ganadería. Rohan es la palabra gondoriana para el país de los jinetes, que ellos mismo denominan la Marca (Mark o Riddermark). Aunque no existe ningún condado inglés con este nombre, el reino de Mercia –que incluía tanto Birmingham, la ciudad de la familia de Tolkien,  como Oxford, su alma mater intelectual– fue conocido entre los sajones occidentales como Mierce, una derivación de Mearc («Marca»). A sí mismos los rohirrim se llaman Éothéod, del inglés antiguo eoh («caballo») y þéod («gente»); la onomástica de sus principales figuras deriva del primer término, como Éomund, Éomer o Éowyn.

yelmos rohirrim escandinavos

Los ilustradores Alan Lee y John Howe realizaron un notable trabajo al recrear las panoplias y la cultura material de los rohirrim, inspirándose en la arqueología anglosajona y la cultura Vendel escandinava. Arriba, el yelmo de Coppergate, un ejemplar anglosajón del siglo VIII. Abajo a la izquierda, el casco Vendel 1, exhumado en un túmulo regio de Uppland, Suecia, está datado en el siglo VI-VII. Abajo a la derecha, un yelmo de tipo Baldenheim, fechado en el siglo VI. Una suntuosa variante del spangenhelm de probable fabricación bizantina que tal vez llegara como presente diplomático a Gammertingen, Alemania.

Éored, en la lengua que Tolkien durante tantos años estudió, significa «tropa de caballería». Esta fijación ecuestre resulta disonante con la realidad histórica anglosajona, ya que su aristocracia más bien operaba en combate como una infantería montada. Si bien empleaban caballos para acudir a la batalla, descabalgaban para luchar a pie en el muro de escudos, como sucedió bajo el liderazgo de Byrhtnoth en la célebre batalla de Maldon (991), inmortalizada en un célebre poema anglosajón. En 1066, el ejército de Haroldo Godwinson se enfrentó a las tropas de Guillermo el Conquistador en Hastings y obraron de un modo análogo, en manifiesta desventaja ante la caballería feudal del duque normando. La historiografía británica ha considerado que este factor a la postre resultó decisivo en la caída de la Inglaterra anglosajona, por lo que Tolkien pudo «compensar» tales carencias en la ficción. La cultura ecuestre de los rohirrim parece un préstamo godo, ya que este pueblo germánico adoptó las tácticas de la caballería pesada sármato-alana durante su estancia en el ámbito póntico. Resulta significativo que los nombres de los primeros caudillos rohirrim, cuando habitaban en el valle del Alto Anduin, sean góticos, como Vidugavia, Vidumavi o Marhwini. El primero es la forma latinizada del gótico Widugauja («habitante del bosque») y el último contiene el término gótico marh o «caballo». Durante sus primeros años en Oxford, el creador de la Tierra Media había estudiado la lengua gótica y escribió varios poemas en ella.

Este «eslabón godo» también explica la condición de Rohan como estado vasallo de Gondor, ya que en el año 418 los visigodos firmaron un foedus con Roma, en virtud del cual, como pueblo federado, pudieron asentarse en Aquitania y fundar el germen del reino de Tolosa. Como foederati, los visigodos debían aportar tropas al Imperio romano, por lo que, no solo intervinieron en Hispania para enfrentarse a suevos, vándalos y alanos, sino también participaron junto a Aecio en la mencionada batalla de los Campos Cataláunicos.

iglesia de madera Urnes Borgund stavkyrkje

Grabado de 1837 de la iglesia de madera (stavkyrkje) de Borgund, flanqueado por detalles de la decoración de la iglesia de madera de Urnes, Noruega, siglo XII. Un estilo arquitectónico y decorativo que sin duda vemos reflejado en la Edoras de Tolkien.

Rohan sin duda constituye la sociedad medieval más minuciosamente recreada del legendario de Tolkien. Algunos pasajes del capítulo «El Rey del Salón Dorado» (Libro III, 6) parecen calcados del comienzo de Beowulf: cuando Legolas afirma que la luz de Meduseld, el palacio de Édoras, «brilla lejos sobre las tierras de alrededor», traduce casi literalmente el verso 311 del célebre cantar épico («Su reflejo llegaba hasta muchas naciones»). Tolkien también reproduce el ritual realizado por Beowulf para acceder a la mansión o mead-hall del rey danés Hrothgar. Este salón dorado, llamado Heorot, le sirvió de base para Meduseld, ya que, en antiguo anglosajón, maeduselde significa mead-hall o «salón de la hidromiel». En estas grandes cabañas de madera se celebraban banquetes, donde el huésped agasajaba a sus invitados y se intercambiaban regalos, muchas veces en forma de anillos o brazaletes, lo que servía para forjar vínculos de clientela entre un guerrero y su soberano, o de alianza entre nobles de similar rango. Siguiendo esta ancestral costumbre, Hrothgar entrega a Beowulf ocho caballos con atalajes de oro. La costumbre establecía que, para acceder al mead-hall, los invitados debían depositar las armas en la entrada: en El señor de los anillos, esto genera una controversia en torno al bastón de Gandalf, hasta que Háma decide que los miembros de la Compañía son gente de honor que no albergan ningún mal propósito, de un modo similar al guardia danés que se topa con Beowulf (v. 287-92). Para hallar el origen de otros personajes debemos buscar en la mitología celta. En el relato Fled Bricrenn del Ciclo del Ulster irlandés, Bricriu Nemthenga –en inglés, «Poison-tongue», un apodo similar al de Gríma «Worm-tongue», consejero del rey Théoden de Rohan– invita a varios héroes a su palacio de Dún Rudraige, y con malas artes les incita a luchar por la «porción del campeón».

La urdimbre del relato

La estructura narrativa de la trilogía El señor de los anillos responde a un arquetipo presente en narraciones mitológicas de infinidad de culturas, llamado «el periplo del héroe» por el mitólogo Joseph Campbell. El protagonista de este paradigma argumental ha de emprender un peligroso viaje hacia un reino desconocido, donde realizará una gran hazaña, en la que será probado, y, una vez realizada, regresa a su patria de origen con un don obtenido. En una entrevista, George Lucas admitió que el «monomito» de Campbell sirvió de modelo para la primera trilogía de Star Wars.

periplo del héroe

El periplo del héroe. Fuente: Wikimedia Commons.

Esta aventura da comienzo con un protagonista (Frodo, Luke Skywalker), cuya apacible existencia en su tierra (La Comarca, Tatooine) se ve interrumpida por una «llamada a la aventura» (llegada de los Jinetes Negros, irrupción de los stormtroopers a la granja de Owen). Gracias a la ayuda de un mentor (Gandalf, Obi-wan Kenobi), el héroe cruza el umbral hacia un mundo donde imperan unas leyes y un orden distintos. Obtiene el apoyo de varios aliados y supera una ordalía o prueba suprema (destrucción del Anillo, o de la Estrella de la Muerte). Puede utilizar un bien obtenido para después defender a su patria, algo que Campbell denomina «la aplicación del don»: cuando regresan a la Comarca, Frodo, Merry, Pippin y Sam ya no son los seres ingenuos de antaño; han madurado y su mundo tampoco es ya un idílico paraíso, por lo que deben enfrentarse al mal con los poderes obtenidos gracias a su crecimiento interior.

Los anillos de poder

En el prefacio de la segunda edición de su trilogía, Tolkien afirma que «a medida que la historia crecía, iba desarrollando raíces (en el pasado) y echaba ramas inesperadas; pero el tema principal ya estaba decidido en un comienzo por la inevitable elección del anillo como eslabón entre la nueva historia y El Hobbit». Los orígenes del tema principal se encuentran en la Saga völsunga y el Nibelungenlied, puesto que narran la existencia de un anillo de oro maldito, vinculado a los avatares del héroe Sigurd/Sigfrido, sobre el trasfondo de los conflictos entre burgundios y hunos en el convulso siglo V. La Saga de los Volsungos describe las hazañas de los miembros de este linaje hasta llegar a Sigurd, el hijo del rey Sigmund. Después de la muerte de este último, el narrador expone la historia del rey enano Hreidmar y sus tres vástagos: Regin, Otr y Fáfnir. Un día fatídico, los dioses Odín, Loki y Hœnir matan a Otr cuando adopta la forma de nutria, lo despellejan y se lo comen. Cuando Hreidmar descubre la noticia, les exige que, en compensación, rellenen con oro la piel de nutria y se la entreguen. Mediante engaños, el taimado Loki se apodera el tesoro del enano Andvari (Alberico), que incluye un anillo mágico, y lo emplea para satisfacer la indemnización. En venganza, Andvari maldice el anillo Andvaranaut («regalo de Andvari») para que traiga la muerte a quien lo posea. Esta maldición, en efecto, se cumple cuando Fáfnir asesina a su padre y oculta el tesoro, junto a la joya, y se convierte en dragón. El herrero enano Regin ha de forjar los pedazos de la espada del padre de Sigurd, para que el héroe acabe con Fáfnir. En su agonía, la bestia profetiza que Andvaranaut también traerá la muerte a Sigurd.

La protagonista de El Cantar de los Nibelungos es más bien la reina Krimilda, aunque en su tercer canto se describe las hazañas de Sigfrido, el príncipe de Xanten. De entre ellas destaca el haber arrebatado un tesoro a una pareja de hermanos, Nibelung y Schilbung, a quienes ha dado muerte junto a un dragón. Sigfrido confía las riquezas a un enano llamado Alberich (Alberico), a quien arrebata el manto mágico Tarnkappe capaz de volver invisible a su portador. El responsable de elevar al anillo a una posición central en la trama es el ciclo de cuatro óperas compuestas por Richard Wagner, entre 1848 y 1874, bajo el título El anillo del nibelungo (Der Ring des Nibelungen): en el fondo del Rin existe un tesoro con el que se forjará un anillo mágico que concede a su portador el poder de dominar el mundo, siempre que asuma la maldición que lo obligará a renunciar al amor. Despechado ante el rechazo de las ondinas que custodian el oro, el enano nibelungo Alberich (Alberico) decide robarlo para forjar este anillo: «quien no lo posea, que lo busque con ansia; quien lo posea, que lo conserve con angustia y temor». Varios seres míticos se disputan su posesión, incluido Wotan/Odín, la cabeza del panteón nórdico. Finalmente, Sigfrido se hace con la preciada joya, aunque acaba asesinado. Será la valquiria Brunilda quien devuelva el anillo al Rin, gracias a lo cual los dioses son destruidos.

Sigfrido anillo nibelungo Tolkien

La estela rúnica de Drävle (Uppland, Suecia) nos muestra a Sigurd (Sigfrido) atravesando al dragón con su espada; a la izquierda vemos a  Andvari con el anillo, y a la derecha, a la valquiria Sigrdrífa/Brunilda ofreciéndole al héroe una cuerna. Fuente: Wikimedia Commons.

Aunque en sus cartas Tolkien asegura que las similitudes entre su obra y la de Wagner se limitan a que los dos anillos son redondos («Both Rings were round, and there the resemblance ceases»; Letters, p. 306), la trama de ambas narraciones gira en torno a la lucha por un Anillo de Poder, capaz de conferir a su portador el dominio del mundo, al tiempo acarrea la corrupción del portador, lo cual exige su destrucción, que marcará el comienzo de una Nueva Era.

Para encontrar algún antecedente mítico en el que se otorgue un papel semejante a una joya anular debemos recurrir a la mitología griega. En La República, Platón describe un diálogo ficticio entre Sócrates y Glaucón, en el que este último narra la historia de Giges, un pastor al servicio del rey de Lidia, quien, por un capricho del azar, encuentra un anillo mágico capaz de hacerle invisible con tan solo girarlo. Al descubrir el poder que le otorgaba el anillo, Giges acude al palacio del rey, seduce a su esposa, lo asesina y se apodera del reino. Glaucón utiliza esta leyenda para defender que las personas solo actúan de un modo ético por miedo a las consecuencias adversas de sus actos. Un antiguo proverbio anglosajón, tal vez conocido por Tolkien, afirma que «el hombre actúa como es cuando puede hacer lo que quiere» (Man deþ swá hé byþ þonne hé mót swá hé wile). Los individuos solo revelan su verdadero carácter cuando adquieren, al igual que Giges, un poder casi sin límites. Los griegos no creían en el pecado, sino en la hybris, la «desmesura» o «soberbia» de quien ostenta un poder desmedido e ignora cualquier crítica. Es el castigo de los dioses a quienes sobrepasaban los límites de lo humano.

Es en el segundo capítulo de La comunidad del anillo, «La sombra del pasado», Gandalf expone la historia del Anillo Único. De ella se desprende que es inmensamente poderoso, no importa que esté en buenas o malas manos, y que su desmesurado poder tiende a corromper. Ni tan siquiera puede abandonarse, pues ha de ser destruido. El título del capítulo resulta elocuente, ya que, en el legendario de Tolkien, la sombra constituye la imagen simbólica del Mal. Mordor es la tierra «donde habitan las sombras», cuyas fronteras son las Ephel Duáth, «las Montañas de la Sombra», y en ocasiones el Sauron es nombrado como «La Sombra». Según las teorías del psicólogo Carl Jung, La Sombra representa el «lado oscuro» de nuestro ser; aquellos impulsos y las conductas moralmente reprobables que nuestro Yo Consciente rechaza. En los relatos míticos, la Sombra aparecería simbólicamente representada en seres como el dragón, los monstruos y los demonios. Los orcos –elfos, criaturas de la luz corrompidas– no serían más que nuestro oscuro alter ego; algo en lo que podríamos convertirnos si cedemos a la tentación del Mal.

Por contraste, Valinor, la tierra de los dioses, está cuajada de elementos simbólicos asociados a la luz: Illuin y Ormal, las lámparas de los Valar, son creadas por Aulë para iluminar Arda en sus primeros tiempos, hasta que Melkor las destruye. Los Dos Árboles de Valinor son concebidos a modo de reemplazo y destruidos, a su vez, por Melkor y Ungoliant, aunque, con la última flor y el último fruto, los Valar construyen el Sol y la Luna. A su vez, los Silmarils son forjados por Fëanor en Valinor; la luz de los Dos Árboles habitaba en su interior. Estas tres joyas recuerdan al Sampo, un objeto mágico presente en el Kalevala finés que supone la quintaesencia del poder creador. Los árboles sagrados son un lugar común en los relatos mitológicos más antiguos, como Huluppu en la versión sumeria de la epopeya de Gilgamesh, o el Árbol del bien y del mal descrito en el libro del Génesis. En la mitología nórdica, Yggdrasil es el árbol de la vida y el Axis mundi, ya que sus ramas mantienen unidos los distintos mundos.

la tentación de Cristo

La tentación de Cristo por el Demonio (ca. 1129-1134), fresco procedente de la ermita de San Baudelio de Berlanga (Soria) expoliado en 1922, Metropolitan Museum, Nueva York. Estando en el desierto, Jesús fue tentado por el Demonio tres veces, la tercera de ellas ofreciéndole el dominio de todos los reinos del mundo si le adoraba. En Mateo (Mt 4, 1-11), Marcos (Marcos 1:12-13) y Lucas (Lc 4,1-13).

La vinculación del Bien con la luz y los árboles frente al Mal que encarna las tinieblas construye un poderoso juego simbólico. Las sombras son solo la ausencia de luz y, por consiguiente, no existen por sí mismas: el Mal, para Tolkien, no es más que la ausencia del Bien. De ahí que, en palabras del autor británico, «el Mal no puede crear nada nuevo, solo corromper o arruinar lo que las fuerzas del Bien han construido o inventado». Para vencer el Mal lo tiene todo de su parte, salvo un detalle: el Bien puede imaginar la posibilidad de convertirse en Mal –de ahí la negativa de Gandalf, Galadriel y Aragorn de aceptar el Anillo– pero el Mal no puede concebir nada más que a sí mismo, de modo que Sauron no puede prever que alguien quiera destruir el Anillo. En 1953, Tolkien escribió una carta a un amigo jesuita en la que afirma que «El señor de los anillos es, por supuesto, una obra fundamentalmente religiosa y católica […] el elemento religioso está absorbido en la historia y en el simbolismo» (Letters, p. 172). En efecto, esta dicotomía entre Bien y Mal, tan característica de la Tierra Media, está ausente en las mitologías indoeuropeas, salvo, quizá, en el enfrentamiento entre los Tuatha Dé Danann –los dioses de la Madre Tierra– y los deformes Fomoré, deidades de la muerte, la oscuridad y la noche, tal y como relatan el Lebor Gabála Érenn y el Cath Maige Tuired irlandeses. Manwë, la cabeza del panteón de los Valar, apenas recuerda a un Júpiter que preña mortales allá por donde pasa, o a un Odín que altera violenta y caprichosamente el destino de los humanos.

Esta capacidad del Mal para corromper posee un origen judeocristiano y está presente tanto en Sauron, uno de los maiar seducido por Melkor/Morgoth, como en el Anillo Único: en la Tierra Media, tanto el Bien como el Mal operan como poderes externos y como impulsos internos en la psicología de los personajes. A partir de unos temas y figuras tomadas de las mitologías paganas, Tolkien realiza una resignificación, de modo que adquieren un simbolismo católico que, al mismo tiempo, entronca con unos arquetipos universales que trascienden culturas. Algunas de estas figuras arquetípicas (el Héroe, el Mago, la Sombra, la Madre, el Embaucador…) han sido estudiados por el psicólogo Carl Jung en su teoría del inconsciente colectivo. Galadriel se muestra como una postfiguración de la Virgen cristiana y encarna a la Madre, un arquetipo junguiano que representa la autoridad de lo femenino: la bondad y la sabiduría; el instinto de protección y de auxilio; la fertilidad, el renacer y la transformación; lo sagrado, lo secreto y lo prohibido. Sauron, una evocación del Demonio, el Ángel caído, plasma el arquetipo junguiano del Embaucador o Trickster.

Dentro de esta lucha paradigmática contra el Mal se desarrolla la idea controladora que vertebra la trama, puesta en boca Galadriel: «Incluso la persona más pequeña puede cambiar el curso del futuro». A pesar de que El señor de los anillos constituye la sublimación de la mitología épica europea, el héroe es un ser apacible, de poco más de un metro de altura, sin ninguna habilidad o un espíritu marcial, cuya mayor gesta consiste en enfrentarse a un conflicto interior: superar la tentación del Anillo. Este arquetipo tolkiniano resulta totalmente ajeno a los ciclos mitológicos de la Antigüedad y el Medievo, donde el héroe encarna un modelo de conducta que, en una época caracterizada por una violencia endémica, solo puede ser el ideal guerrero. Las únicas transgresiones a este modelo heroico son personajes como Ulises, quien, al contrario que Aquiles, recurre a argucias y estratagemas en lugar de enfrentarse a sus enemigos frente a frente. Un protagonista como Frodo constituye, en definitiva, un elemento totalmente original en el género, tanto dentro de las mitologías pagana y cristiana, como en las recreaciones de los mitos heroicos surgidas del Romanticismo, o incluso en el género fantástico contemporáneo. Este hecho tal vez pueda explicar, en parte, el enorme éxito de El señor de los anillos; un protagonista con el que resulta muy fácil empatizar y que nos enseña que, por muy gris, anodina e insustancial que nos pueda parecer nuestra existencia, nuestros actos importan, y pueden transformar el mundo.

Adaptaciones a la pantalla

En las dos últimas décadas, las producciones cinematográficas basadas en el legendario tolkiniano han despertado una gran expectación, además de que han protagonizado infinidad de debates sobre los límites en la adaptación audiovisual de una obra literaria. Trasladar unas novelas tan atípicas a la pantalla no supone una labor sencilla. Una película de dos horas no permite el mismo desarrollo narrativo que una novela de quinientas páginas, lo cual, de forma ineludible, aboca a suprimir escenas y a condesar. Entre el capítulo La sombra del pasado, en el que Gandalf narra la historia del Anillo, y la fiesta de despedida de Bilbo, hay una elipsis de diecisiete años que tuvo que ser suprimida en la película. Otro reto supone «traducir» el contenido de un medio narrativo a otro caracterizado por unos recursos expresivos distintos. En la literatura, la voz del narrador permite describir los pensamientos y las emociones de los personajes, mientras que, en la pantalla, han de expresarse mediante diálogos y acciones. Lo cual, a su vez, supone modificar o añadir escenas. La adaptación de Peter Jackson nos ofrece algunos ingeniosos ejemplos, como utilizar el trastorno de personalidad múltiple de Gollum/Sméagol para, a partir de un monólogo-diálogo, trasladar al espectador su conflicto interno.

La Compañía del Anillo El señor de los anillos de peter jackson

Imagen promocional de La Compañía del Anillo, primera película de la trilogía de El señor de los anillos de Peter Jackson. A pesar del mayor protagonismo del personaje de Arwen, es la película que resulta más fiel a la obra original.

Otros cambios responden al deseo de adaptar la trama y los personajes a una serie de fórmulas desarrolladas por la industria del cine estadounidense, conocidas gracias a la obra de teóricos de la guionización como Robert McKee o John Truby. Este paradigma narrativo se inicia con una presentación, tanto del protagonista como del mundo donde se desarrolla la historia, hasta que un «incidente incitador» cambia radicalmente el equilibro de fuerzas que impera en su existencia. A partir de ese momento, el personaje principal inicia una búsqueda en pos de un objetivo, siguiendo unas líneas de conflicto, ya sea interno, interpersonal o social/político. Las sucesivas acciones no obtienen los resultados esperados, ya que desencadenan unas fuerzas antagónicas que deberá sortear –lo que McKee denomina «el abismo que progresa»– hasta alcanzar un clímax y una resolución final. Para que la acción fluya de un modo orgánico, estas secuencias han de enlazarse mediante nexos de causalidad: cada una ha de ser consecuencia lógica de la anterior, de forma que se sucedan como una «reacción en cadena», y cada una ha de coincidir con algún «acontecimiento narrativo», un suceso que cambie de forma sustancial la situación del personaje principal.

A nivel de estructura narrativa, este modelo resulta compatible con el «periplo del héroe» de Campbell, reproducido tanto en El Hobbit como en la trilogía El señor de los anillos. El «incidente incitador» y la «llamada a la aventura» resultan conceptos análogos y, en la primera novela, supone la llegada de Gandalf para demandar a Frodo ponga la joya a salvo. A nivel formal y simbólico, por el contrario, resulta muy difícil conciliar unas novelas tan poco ortodoxas con un conjunto de normas destinadas a abarcar un público lo más amplio posible; algo esencial para rentabilizar unas producciones que requieren inversiones multimillonarias. En The Road to Middle-Earth, Tom Shippey relata cómo los superiores de Peter Jackson, alarmados ante el creciente coste de la primera película, recurrieron a un experto para «corregir» las taras de la obra de Tolkien. Este «sanador de guiones» propuso fusionar en uno los reinos amenazados por Sauron –Rohan y Gondor–, de modo que las batallas del Abismo de Helm y la de los Campos de Pelennor se convirtieran en una. El romance de Aragorn se antojaba esencial, aunque no por duplicado: el heredero de Isildur debía casarse con Éowyn, en lugar de rechazarla, lo cual supondría la ventaja añadida de poder eliminar a Faramir. Cuatro hobbits resultaban demasiados y parecía conveniente que alguno de ellos muriera en aras del drama. Con tales mejoras, argüía el experto, podrían obtener algo que funcionase bien en las taquillas.

Como manifestó el propio Tolkien acerca del guion de una potencial adaptación de su obra, a cargo del guionista Morton Zimmerman, «el fracaso de las malas películas muchas veces reside precisamente en la exageración, y en la inclusión de material no justificado por no entender dónde está el núcleo original» (Letters, p. 270). Los cambios o añadidos en una adaptación han de ser coherentes con el núcleo temático a partir del que se construye la estructura narrativa. Jackson tuvo presente esta idea controladora («incluso la persona más pequeña puede cambiar el curso del futuro») y el grueso de las mejoras más bien obedece a una búsqueda de espectacularidad visual. Las acrobacias de Legolas se vuelven cada vez más circenses y la redención de Théoden, gracias a las palabras de Gandalf, se convierte en un auténtico exorcismo; será Denethor, un personaje maldecido por el excesivo conocimiento de su enemigo, la principal víctima propiciatoria. A pesar de tales desafueros, la primera trilogía de Jackson se mantiene razonablemente fiel al canon.

El Hobit Peter jackson

Imagen promocional de La desolación de Smaug, segunda película de la trilogía de El Hobbit. De los cinco personajes de la imagen, tres no salen en la novela original, síntoma de lo arriba que se vino Peter Jackson convirtiendo un libro de menos de 300 páginas en una adaptación de nada menos que 474 minutos en su versión cinematrográfica.

La decisión de transformar una novela como El Hobbit en otra trilogía de algún modo supuso un proceso creativo inverso: se pasó de condensar elementos a estirar el chicle, añadiendo nuevos contenidos de forma sustancial. El más estridente tal vez sea Tauriel, un personaje ficticio que mantiene un romance imposible con Kíli, un enano de la compañía de Thorin. Algunas tramas, sugeridas por Tolkien, se desarrollan como los avatares de Radagast el Pardo. Aunque Jackson trató de justificar buena parte de los cambios con su deseo de atenuar el carácter infantil de la novela, este argumento no convenció a buena parte del fandom; el eje de las polémicas giró en torno a los criterios que hacen inadmisible una escena añadida. Muchos espectadores solo se centran en lo que «pasa» en la pantalla y las cuestiones abstractas se le antojan esotéricas, cuando no pedantes. Si, al fin y al cabo, en cualquier adaptación es necesario suprimir escenas, al tiempo que resulta perentorio añadir otras, ninguna adaptación será fiel cien por cien a la obra original y cualquier añadido resultará lícito, ¿no?

En realidad, no. Al igual que los personajes, un universo de ficción posee una personalidad propia. El tono narrativo, el sesgo del autor hacia cierta clase de eventos, el modo en que las fuerzas antagónicas reaccionan y, sobre todo, el influjo temático del legado mitológico precristiano, fraguan unos rasgos muy característicos. De igual modo que al ampliar una catedral un arquitecto debería emplear elementos y materiales que respeten el estilo gótico, para construir nuevos personajes y escenas que mantengan el espíritu de Tolkien resulta preciso conocer la materia prima que empleó y los criterios que utilizó para malearla.

El problema ha alcanzado el paroxismo con la serie Los anillos de poder de Amazon Prime. Esta vez la adquisición de los derechos sobre el legendario tolkiniano se limitó a los Apéndices, lo cual implicaba, a decir de la productora, la posibilidad de utilizar los personajes y sucesos de la Segunda Edad incluidos en Cuentos Inconclusos. Dada la brevedad de estas narraciones, un proyecto audivosiual de nada menos que ocho temporadas ya no suponía añadir escenas, sino emplear la obra de Tolkien como una sinopsis de partida. Cualquier adaptación a una obra de culto supone un arma de doble filo: permite al producto contar con una «marca» mucho más consolidada que cualquier universo de ficción creado ex novo, pero, al mismo tiempo, acarrea la obligación de ser fiel al material original, o de lo contrario se producirá un rechazo por parte de los fans más acérrimos. Esto es precisamente lo que ha ocurrido con el final de la Segunda Edad: Ilúvatar otorga a los hombres el «regalo de la muerte», pero Melkor juega con sus miedos y hace que les parezca una maldición. Más tarde, Sauron, el Señor Oscuro, convence al último rey numeroniano, Ar-Pharazôn, de que podría obtener la inmortalidad si construye una armada para invadir Valinor, la morada de los dioses, y a causa de ello su floreciente civilización acaba hundiéndose en el océano.

Los anillos de poder

Imagen promocional de la serie Los anillos de poder, de Amazon Prime Video, a la que al menos hay que agradecerle haber puesto de nuevo a Tolkien en boca de todos.

Para Los anillos de poder, los showrunners decidieron obviar no solo los temas ventrales de Tolkien para la Segunda Edad –las paradojas de la mortalidad como elemento definitorio de la condición humana–, sino también los rasgos esenciales que definen a los personajes y la cronología general de los hechos. Galadriel deja de ser una reina élfica con miles de años de edad, la mayor hechicera de la Tierra Media casada con Celeborn, y se transforma en una joven inconformista, impulsiva y rebelde, muy alejada de la sabiduría, la serenidad y el poder sobrenatural que Cate Blanchett y Peter Jackson logran otorgarle. El guion presenta unas enormes carencias y supone un auténtico viacrucis de presentismos a lo largo de ocho capítulos. «Nos pareció natural que una adaptación del trabajo del autor reflejara cómo es realmente el mundo»[2], había señalado la productora ejecutiva Lindsey Weber y el showrunner John D. Payne añadió que «hay algo profundamente identificable, y oportuno, sobre las ansiedades y la división política que destrozan esta isla ficticia»[3]. No resulta difícil imaginar a qué se refiere cuando, en el cuarto capítulo, una turba de numenorianos denuncia la llegada de inmigrantes elfos a la isla para «robarles los oficios».

Los presentismos se hacen patentes en un ejército numeroniano que, en lugar de suponer una aristocracia guerrera, o un ejército profesional a imitación romano-bizantina, está compuesto con voluntarios reclutados entre el populacho a mano alzada, a los que deben repartir rangos e instruir en el uso de las armas. Una realidad militar que solo existió a raíz de la Ilustración. Incluso lo más reseñable de la serie, los fabulosos paisajes digitales CGI, crean unas grandiosas expectativas que las escenas de acción rara vez satisfacen. Una monumental metrópolis como Rómenna (o Armenelos, a saber) apenas logra reunir una flota expedicionaria de tres barcos, y la gran batalla por la Tierra Media se reduce a un centenar de jinetes numeronianos, cuyo campamento ocupa el espacio de una cancha de balonmano, luchando por una aldea.

Guionistas y showrunners no han mostrado el más mínimo interés en recrear, no solo la obra de Tolkien, sino tampoco el legado histórico y mitológico en los que se inspira. Toda narración tiende a reinterpretarse y adaptarse a medida que las sociedades cambian. En la trilogía de Jackson, la relación entre Frodo y Sam resulta mucho menos jerárquica de lo que las novelas sugieren. Sin embargo, este total alejamiento de los temas y la personalidad del legendario impide relacionar la realidad mostrada en la pantalla con el ubérrimo universo de J. R. R. Tolkien.

Referencias

  • Bermúdez, E. (2020): Mitología nórdica. Madrid: Alianza Editorial.
  • Bernárdez, E. (2002): Los Mitos germánicos. Madrid: Alianza editorial.
  • Campbell, J. (2014): El Héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. México: Fondo de cultura económica.
  • Cortés Gabaudan H. (2004): El Señor del fuego. Mitos y símbolos del guerrero germánico. Madrid: Miraguano Ediciones.
  • Criado, E. L. (ed.) (2004): Cantar de los nibelungos. Madrid: Cátedra.
  • Díaz Vera J. E. (ed.) (2019): Saga de los volsungos. Madrid: Alianza Editorial.
  • Fisher J. (ed.) (2011): Tolkien and the Study of His Sources. Critical Essays. Jefferson, Carolina del Norte y Londres: McFarland & Company.
  • Honegger, T. (2014): «J.R.R. Tolkien’s Academic Writings», en Stuart Lee (ed.) A Companion to J.R.R. Tolkien. Oxford: Wiley Blackwell, pp. 27-40.
  • Jung C. G. (2018): Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós.
  • Lerate, L., Lerate, J., (2012): Beowulf y otros poemas anglosajones. Siglos VII-X. Madrid: Alianza literaria.
  • Lönnrot, E. (2004): Kalevala. Madrid: Alianza Literaria.
  • McKee, R. (2002): El Guion. Sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones. Barcelona: Alba Editorial.
  • Sainero R. (ed.) (1988): Leabhar Ghabhala. El libro de las invasiones. Madrid: Akal.
  • Sainero R. (1999): Diccionario Akal de Mitología celta. Madrid: Akal Ediciones.
  • Shippey, T. (2003): The Road to Middle-Earth: How J.R.R. Tolken Created a New Mythology. Londres: Harper Collins. 3ª Edición.
  • Sturluson S. (1998): Textos mitológicos de las Eddas. Madrid: Miraguano Ediciones.
  • Tolkien, J.R.R. (2005): The Letters of J.R.R. Tolkien. Londres: Harper Collins.
  • Tolkien, J. R. R. (2022): Beowulf. Barcelona: Minotauro.
  • Truby, J. (2020): Anatomía del guion. Barcelona: Editorial Alba.

Notas

[1]       https://elpais.com/television/2022-09-02/el-senor-de-los-anillos-los-anillos-de-poder-estupendo-regreso-a-la-tierra-media.html

[2]       https://www.hollywoodreporter.com/tv/tv-news/amazons-lord-of-the-rings-tv-diversity-1235090283/

[3]       https://ew.com/tv/lord-of-the-rings-the-rings-of-power-numenor-first-look/

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